“El apego ansioso se forma, en muchos casos, en los primeros años de vida, cuando las figuras de cuidado eran impredecibles, emocionalmente ausentes o inconsistentes. […] Confundimos intensidad con amor, celos con interés y ansiedad con deseo...”
Por: Kathya Moreno
Vivimos en una época en la que hablar de salud mental ya no es tabú, pero aún cuesta reconocer que muchas de nuestras relaciones están marcadas por heridas invisibles que arrastramos desde la infancia. Una de ellas —común y silenciosa— es el apego ansioso. Esa forma de vincularnos que, más que amor, está atravesada por el miedo a ser abandonados, el anhelo de aprobación constante y la incapacidad de sentirnos seguros si no es a través del otro.
El término “apego ansioso” proviene de la teoría del apego desarrollada por el psiquiatra y psicoanalista británico John Bowlby en la década de 1950. Basándose en observaciones clínicas y en estudios sobre el vínculo madre-hijo, Bowlby propuso que los seres humanos nacen con una necesidad biológica de establecer lazos afectivos estrechos como mecanismo de supervivencia. Años más tarde, en la década de 1970, la psicóloga Mary Ainsworth amplió esta teoría a través del experimento conocido como la “situación extraña”, identificando distintos estilos de apego en los niños: seguro, ansioso-ambivalente, evitativo y desorganizado. El apego ansioso —también llamado ansioso-ambivalente— se caracteriza por una búsqueda constante de cercanía emocional acompañada de una profunda inseguridad ante la posibilidad de rechazo o abandono.
El apego ansioso se forma, en muchos casos, en los primeros años de vida, cuando las figuras de cuidado eran impredecibles, emocionalmente ausentes o inconsistentes. Crecer así nos deja con la sensación de que el afecto hay que ganárselo, que el cariño es condicional y que el amor puede irse en cualquier momento. Y entonces, ya de adultos, buscamos relaciones que, sin saberlo, replican esa misma inestabilidad: nos volvemos hipervigilantes, dependientes, inseguros. Confundimos intensidad con amor, celos con interés y ansiedad con deseo.
Una de las emociones más potentes que sostiene el apego ansioso es el miedo al abandono. Este temor no siempre es consciente, pero actúa como un hilo invisible que lo atraviesa todo. La posibilidad de que el otro se aleje —real o imaginada— activa respuestas emocionales desproporcionadas: ansiedad, desesperación, necesidad de controlar, o incluso conductas de autosabotaje. El apego ansioso no busca tanto amar como evitar el abandono, lo cual distorsiona la forma en que se vive la intimidad. En lugar de ser una experiencia de conexión y confianza, se convierte en una lucha constante por no ser dejados atrás.
Es doloroso vivir esperando un mensaje, leyendo entre líneas, necesitando validación constante para sentirnos suficientes. Pero lo más preocupante es que muchas veces ni siquiera sabemos que estamos atrapados en ese patrón. Lo justificamos, lo romantizamos o lo callamos, creyendo que es normal sentirse así. Sin amores. El amor —el sano— no debería doler ni generar angustia cada vez que el otro se aleja un poco.
Romper con el apego ansioso no es tarea fácil. Implica mirar hacia dentro, reconocer heridas, y muchas veces hacer un duelo por la imagen del amor que creímos merecer. Es un proceso que exige terapia, autocompasión y tiempo. Pero vale la pena. Porque al otro lado del miedo está la posibilidad de vincularnos desde la libertad, no desde la necesidad.
Hablar de apego ansioso es también hablar de nuestra responsabilidad afectiva: de dejar de romantizar el sufrimiento emocional y de empezar a construir relaciones donde la seguridad emocional no sea un lujo, sino la base. Porque merecemos un amor que no duela, que no asuste, que no nos haga sentir pequeños. Merecemos un amor en el que podamos respirar tranquilos.
Construyamos juntos la mejor versión de ti.
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