“La naturaleza nos lo recuerda todo el tiempo: un árbol no crece en un día, ni el agua encuentra su cauce a la fuerza. Hay cosas que necesitan silencio, espera y presencia. Y ahí, precisamente ahí, habita la profundidad...”
Por: Kathya Moreno
Vivimos en la era del ahora. Todo —desde la comida hasta las respuestas, desde el amor hasta el éxito— parece estar a un clic de distancia. Aplicaciones que prometen entregas en minutos, redes sociales que recompensan la rapidez sobre la profundidad, y dispositivos que nos hacen sentir que esperar es sinónimo de perder el tiempo. En este contexto, la paciencia ha pasado de virtud a rareza. Pero, ¿a qué costo?
La impaciencia moderna no es solo una molestia cotidiana; es un síntoma profundo de cómo nos relacionamos con el mundo. Nos frustramos si el semáforo tarda demasiado, si alguien tarda en responder un mensaje, si un video no carga en segundos. Lo que antes era normal —esperar una carta, madurar una idea, construir una relación— ahora se siente insoportable. Hemos confundido velocidad con eficiencia, y nos olvidamos de que no todo lo valioso puede acelerarse.
La paciencia no es pasividad ni resignación. Es una forma activa de resistencia ante la ansiedad del consumo constante. Es el espacio donde florecen la creatividad, la reflexión y la autenticidad. Aprender algo nuevo requiere paciencia. Amar de verdad, también. Incluso sanar. Pero en una cultura que nos dice que todo debe ser inmediato, cultivar la paciencia es casi un acto contracultural.
Y es que la vida, en su forma más sabia, sigue sus propios ritmos. La naturaleza nos lo recuerda todo el tiempo: un árbol no crece en un día, ni el agua encuentra su cauce a la fuerza. Hay cosas que necesitan silencio, espera y presencia. Y ahí, precisamente ahí, habita la profundidad.
Tal vez sea hora de reconciliarnos con el tiempo. De volver a disfrutar los procesos, de mirar sin prisa, de escuchar sin necesidad de contestar de inmediato. De cocinar sin microondas, de leer sin resumidores, de vivir sin filtros.
En lo cotidiano, practicar la paciencia es también un acto de cuidado. Cuidado con los demás, cuando entendemos que cada persona tiene su propio ritmo, sus propias batallas internas. Y cuidado con uno mismo, cuando dejamos de exigirnos resultados inmediatos y aprendemos a valorar los pequeños avances. La paciencia nos permite sostener la incertidumbre sin rendirnos, confiar en que los procesos tienen sentido más allá del calendario o el reloj.
Volver a la paciencia es también una forma de habitar el presente. No como una espera vacía, sino como un tiempo pleno, consciente. Tal vez no se trate de hacer más cosas en menos tiempo, sino de estar más presentes en cada cosa que hacemos. Porque al final, los frutos más dulces no son los que maduran rápido, sino los que se dejaron crecer en su tiempo justo.
Porque en un mundo que todo lo quiere rápido, la paciencia puede ser una revolución silenciosa. Una forma de volver a lo esencial: lo humano.
Construyamos juntos la mejor versión de ti.
@proyecto_be