Por Francisco J. Siller
Ante el incierto panorama económico que enfrenta el país en el futuro inmediato, el presidente Andrés Manuel López Obrador pidió a los mexicanos tener fe y esperanza. Sin embargo sus prioridades siguen inamovibles: Ejército, Bienestar, obras faraónicas y el rescate de Pemex y CFE.
El presidente piensa positivo y en su visión de futuro, ve un México que remonta con rapidez la crisis económica causada por la pandemia, y porque no, la pandemia misma. Para él las cosas van mejor todos los días, menos violencia, mayor seguridad y más bienestar, pero sobre todo felicidad.
Está convencido que su éxito está en el desmantelamiento del gobierno, en la austeridad y en acabar con una corrupción entretejida en el actuar de funcionarios y ciudadanos, pero sobre todo en el férreo control que pretende de la vida pública y la moral de los mexicanos.
Son sus palabras las que lo pintan de cuerpo entero: “No vamos a apartarnos en lo esencial del espíritu… Las acciones gubernamentales realizadas son expresión de lo que hemos soñado, diseñado y ofrecido desde hace muchos años, corresponden a una visión de país y a una visión de lo que debe de ser”.
En su insistencia casi religiosa, López Obrador ve un mundo justo y fraterno. No puede dejar de lado su deformación de la moral inculcada desde las raíces de sus creencias y esto no es malo, siempre y cuando esa visión no obstruya la realidad y sea obstáculo para que sus decisiones sean las correctas.
El presidente asegura que sus críticos exigen que se gobierne en sentido distinto, “que prescindamos de nuestro ideario y de nuestro proyecto”, sin embargo es un hombre tozudo sin claroscuros, que ve las cosas en blanco y negro. “O estás conmigo o estás contra mi”. No hay cabida a medias tintas.
Tenemos un presidente popular en extremo, sin contrapesos reales que le hagan recapacitar sobre sus errores y ello lo limita en el análisis y toma de decisiones. De conducir al país al sueño de los gobernantes de los últimos 30 años. Que México deje de ser un país en desarrollo, simplemente.
Pero López Obrador es un nacionalista al que poco o nada le interesa incluir a México en la aldea global, porque ello sería tanto como aplicar esas recetas económicas contra las que tanto ha luchado en los últimos 18 años y que lo han marcado en sus creencias, sin importar si la verdad impera en ellas.
Él vive un sueño, de un México sin pobres, sin violencia, con crecimiento del cuatro por ciento, con un desarrollo ascendente, pero en su afán de cumplirlo corre el riesgo que se convierta en pesadilla. Y la pandemia, puede convertirse en eso, en un mal sueño que puede no ser pasajero.
En una de sus mañaneras describió su anhelada esperanza: “Yo tengo un sueño que quiero que se convierta en realidad: quiero que los mexicanos tengan trabajo, que no tengan que salir de sus pueblos, que tengan ingresos justos, y que ya nadie quiera irse a trabajar a Estados Unidos”.
En sus buenas intenciones cree que “hacia allá vamos, porque va a haber muchos empleos, va a haber inversión, va a haber bienestar, y esto es lo que va a ayudar a serenar al país. Siempre he pensado que la paz y la tranquilidad son frutos de la justicia”.
Lo primero que hay que reconocer es que la crisis de salud está íntimamente ligada a la crisis económica, ello sin contar los problemas de nulo crecimiento que venimos arrastrando desde el primer año de gobierno y el efecto que tendrá una caída del PIB de dos dígitos para este año.
Hoy los ojos del presidente están puestos en las elecciones del año próximo pues no quiere perder el control de la Cámara de Diputados y quiere ampliar su injerencia en los Gobiernos estatales, ganando las más que se pueda de las 15 que están en juego, así como los congresos estatales y las alcaldías.
Un triunfo contundente en las intermedias le serviría para cumplir su sueño de cimentar su Cuarta Transformación y de escribir la historia a su modo, como cualquier conquistador lo ha hecho a lo largo del devenir de la humanidad. Es una prebenda del ganador.