La inolvidable Güicha

Tengo en mi mano a una pequeña muñeca de trapo, vestida de luchadora, mi amiga Luisa Arestegui me la regaló porque dijo que se parecía a mí: “Tiene tu pelo rebelde -dijo-, la faldita coqueta como las que usas, una sonrisa de ángel, aunque quieras parecer ruda y una máscara como la que toda heroína se pone porque su compromiso es hacer el bien, no que la reconozcan”, aseguró luego de darme ese abrazo dulce que ella siempre sabía dar. 

Una cara con pecas perfectas, un cutis de niña -que siempre cuidaba con cremas que ella misma hacía-, un cuerpo esbelto -resultado de las clases de aerobics que dio un tiempo-, un corazón enorme donde nos recibía para apapacharnos y una lealtad necesaria en los tiempos difíciles, aunque en las épocas felices también ahí estaba haciendo suyo cada triunfo como esa amiga necesaria para reír o para llorar. 

Le llevaba casi años de diferencia, pero no se notaban cuando la madurez que le dio su propia vida analizaba lo que yo creí fatal y me convencía que podía seguir adelante pese a todo y contra todo. Era más jovencita que yo, pero jugaba como niña cuando íbamos a la playa y se comportaba como adulta cuando era necesario tomar una decisión que iba a marcar nuestras vidas.

Empezamos a trabajar en un bazar de antigüedades en Coyoacán, me encantaba verla convencer a alguien de comprar desde una lámpara hasta una vajilla completa. Esos momentos donde la clientela no aparecía, fueron ideales para las charlas, para advertir coincidencias, para atrevernos a compartir confidencias. Me encantó verla vestida como quinceañera y lucir unos tenis cómodos para no torturarse con los tacones. Aunque también mi corazón se partió cuando su mamá perdió la batalla contra el cáncer, y como desde ese momento decidió ser la madre de sus hermanos y hermanas, así como enfrentar con admirable decisión lo que no podía aceptar de su papá.

En mi casa le dieron asilo cuando tuvo que ser operada para que el cáncer de matriz no derrotara a su cuerpo y fue admirable, como siempre, verla reponerse de un día para otro, optimista como ella sola. Siempre segura de sí, no le importó que luego de aventarse de un tobogán en Acapulco surgiera del agua sin la parte superior de su bikini y caminara orgullosa ante los chiflidos y risas. Amaba a los perros, tanto que una vez que atacaron a su mascota, se metió en la pelea y mordió al canino que atacaba a su amado cachorrito. Un tiempo creí que representaba el lado femenino de ese personaje llamado “Mil usos”, mi querida Güicha fue secretaria, cocinera, tejedora, manicurista, maquillista, modelo, diseñadora y vendedora. Creaba con sus manos toda mercancía posible e imposible. La última vez que fui a su casa quiso mostrarme que, pese a las diez quemadas sufridas, había aprendido a usar el soplete para crear lámparas con latas y tornillos reciclados. Cuando empecé a ser constantes viajes, dado que vivía cerca del aeropuerto, le gustaba desayunar o cenar conmigo en lo que salía mi vuelo, así ponernos al día en nuestras vidas, a veces para aconsejarnos, otras para sentirnos orgullosas una de la otra. Cada mañana me mandaba mensajes a mi celular con esas imágenes y frases clásicas para desearte lo mejor. Hasta que un día dejó de hacerlo, y lo presentí, algo le había pasado, pero no quise creerlo, hasta que este sábado 14 de agosto su hermana Chabelita dijo lo que no deseaba oír: “Luisa murió, un derrame cerebral”. Lágrimas y lágrimas, los recuerdos, la promesa de que un día escribiría su historia de sus tiempos más oscuros, sus ganas de madrearse a las villanas que luego quieran atormentar mi vida, su risa, su compañía, su certeza en cada consejo, su abrazo, su voz diciendo cariñosamente mi nombre. Solo me resta quedarme con los recuerdos, que me enseñó a preparar esa comida que en casa bautizamos como “pechugas a la Güicha”, esas especias que me regalaba para darle sabor a mi comida, los exfoliantes que también ella misma elaboraba y dejaban la piel tan lozana como la suya, las bufandas locas que tejió, el bikini que me ayudó a escoger, las noches en su casa, sus gritos de alegría ese día que me dieron un premio, nuestros bailes absurdos en cualquier fiesta…

La extraño, no la olvidaré, y este sencillo escrito procura eternizarla, aunque no por eso he logrado dejar de llorarla.  Hasta pronto Luisa Arestegui.

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Usa anteojos de armazón sirena para intentar observar la vida con mayor claridad. Adora las minifaldas y colecciona medias con las figuras llamativas. Aunque valora más sus manos, las mismas que siguen brincando con pasión e ilusión por el teclado de su computadora para compartir lo que piensa, en lo que cree y el mundo en el que le gustaría vivir. Está absolutamente convencida en la utópica posibilidad de convertirse en otro modo de ser humano y libre como dice Rosario Castellanos. Es profesora investigadora en la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo. Desde 2003 vive en la Bella Airosa. Estudió en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, en la UNAM, la licenciatura, la maestría y el doctorado, todo en el campo académico de la comunicación. Periodista desde 1987. Actualmente tiene la columna Bellas y Airosas. Es comentarista del noticiario de Radio Universidad de Hidalgo y colabora en Alas Mujeres. Ha escrito diversos artículos, ensayos y libros