En días pasados la jefa de gobierno de la CDMX (Ciudad de México), Claudia Sheinbaum, reveló el caso de dos jóvenes que se disfrazaron de personas adultas mayores para ser vacunados contra COVID-19. La funcionaria comentó que los individuos fueron detenidos ya que cometieron el delito de falsificación de documentos oficiales.

Cristina Cruz, delegada estatal de los Programas para el Desarrollo en la Ciudad de México, explicó que ambos jóvenes de 30 y 35 años recibieron la dosis en el Centro de Estudios Navales en Ciencias de la Salud de la Secretaría de la Marina, en la alcaldía Coyoacán.

“Iban caracterizados como adultos mayores, con canas pintadas en el cabello, las cejas, y con caretas para que no fueran reconocidos, utilizaron documentación de otras personas, que estaban alteradas, más bien eran de otras personas”.

Lo increíble del caso en sí, a mi juicio, no es el que hayan logrado ser vacunados estos chicos, ¡no! en absoluto por el contrario en sí el hecho radica en que lograron ser inoculados sin que los servidores de la nación y las enfermeras se hayan percatado del disfraz.

Esto solo significa que está por demás escribir que fueron unos “maestros del disfraz” tal como aconteció en el siglo pasado con una anciana cuyo nombre verdadero fue Concepción Jurado que se disfrazaba de un multimillonario e influyente personaje llamado Carlos Balmori logrando incursionar dentro del mundo de la sociedad más influyente de México del siglo pasado.

Analicemos su historia:

Allá por los años 20, existía un peculiar personaje en la ciudad de México. Un español multimillonario, amante de las fiestas y de sobresalir en ellas. Era un Don Juan de poca estatura y bigotón, siempre vestido con una gabardina, un sombrero y unos lentes. Asemejaba a un cazador. Alardeaba sus chequeras de bancos estadounidenses y europeos, pues era dueño de todo, de minas, pozos petroleros, fábricas, maderas finas y todo lo que se les pueda imaginar. Además, era muy poderoso; había sido coronel del ejército español, compadre del general Porfirio Díaz, Álvaro Obregón y del Jefe Máximo, Plutarco Elías Calles. En su gabardina portaba un fistol con un enorme diamante que le había regalado su buen amigo, ni más ni menos que el zar Nicolás II de Rusia.

Su nombre era Carlos Balmori y se presentaba en las fiestas mostrándose ansioso por convertirse en el mecenas de alguien.

Médicos, políticos y militares querían convertirse en amigos de Balmori; jovencitas y señoras honestas y otras no tanto, querían ser sus esposas; en fin, todos querían asegurar su futuro económico con el susodicho personaje español.

Balmori podía conseguir lo que quisiera. En una ocasión se presentó a una fiesta que la señorita Eulalia Salinas daba en su mansión de Coyoacán. Eulalia estaba próxima a casarse con su primo, pero no perdió la oportunidad de conocer a Balmori. Durante la fiesta y frente a todos los invitados, el millonario le expresó su amor a Eulalia, le pidió matrimonio y para convencerla, firmó un cheque del Banco de Montreal por 800 mil pesos para comprarle un parque en Coyoacán. Es más, le compraría todo Coyoacán con tal de que ella aceptara la propuesta. Y acepto. Sellaron su amor con un beso y acto seguido, Balmori comenzó a dar unas palabras, pero su voz comenzó a cambiar, se quitó el sombrero y apareció un chongo, se retiró el bigote falso y mostró ante todos su verdadera identidad: era una viejita sesentona, su nombre, Concepción Jurado.

Concepción Jurado se dedicó a engañar gente desde muy temprana edad, se vestía de indígena para engañar a su madre; de carbonero para embaucar a su padre, timándolo a él fue cuando nació el nombre de Carlos Balmori. Pero el personaje como tal, fue creado junto con un amigo de Conchita Jurado, el periodista Eduardo Delhumeau, pues sabían que todas las personas tenían un precio, así que le propuso hacer bromas pesadas, como la de Eulalia Salinas, en septiembre de 1926.

Les llamaban “Balmoreadas” y a sus víctimas, les decían “puerquitos”. Fueron muchísimos los puerquitos que cayeron en este juego, Balmori les prometía puestos en sus empresas ficticias; en plena fiesta, se casaba con mujeres interesadas, con testigos y jueces falsos; hacía que sus cómplices colocaran el fistol de diamante -que en realidad era un vidrio- en el bolsillo de algún invitado para después acusarlo de robo. Se burlaban de todos cuantos podían y cuando llegaba la hora de la confesión, a las víctimas no les quedaba más remedio que reír, otros se enojaban y al cabo de unos días volvían con una broma aún más pesada que la de Balmori para tomar venganza. Pero a fin de cuentas, los puerquitos se convertían en parte del séquito de Conchita y la ayudaban a preparar la siguiente broma o se convertían en parte de los invitados.

Desde ese año y hasta su muerte, en noviembre de 1931, Concepción, Eduardo y todos sus cómplices jugaron con la ambición de las personas, pero nunca con el afán de estafar o robar, sino de pasar el rato, de ver hasta dónde eran capaces de llegar las personas.

Hoy en día por la necesidad de obtener una vacuna contra el COVID-19 los jóvenes que se disfrazaron hicieron una “Balmoreada” logrando engañar a los servidores de la nación y cuerpo de atención médica que se convirtieron en sus “puerquitos” y por poco se salían con la suya pero fueron descubiertos.

¡Porque no es chisme!… Es historia.