“Pero recordar cómo se sintió ser niño es un acto de salud emocional. Quizás no se trata de volver al pasado, sino de integrar a ese niño curioso y sensible a nuestra vida de hoy. Porque en realidad, nunca se fue del todo. Solo espera ser escuchado.”
Por: Kathya Moreno
En la vida adulta, solemos cargar una mochila invisible llena de deberes, horarios, preocupaciones y expectativas. Nos definimos por lo que hacemos, no por lo que sentimos. En ese camino, muchas veces olvidamos cómo se sentía ser niño: ese estado natural de asombro, juego, presencia total en el momento.
Desde la psicología, se habla del niño interior como una parte viva en cada persona adulta, que guarda nuestras emociones más puras: la alegría espontánea, la tristeza no reprimida, el deseo de ser visto y amado tal como somos. Sin embargo, en el trajín del día a día, ese niño interior suele quedar silenciado bajo capas de gravedad y autocontrol.
Reencontrarnos con esa parte no es un lujo emocional, es una necesidad. Escucharla puede significar permitirnos reír sin filtro, jugar sin propósito, equivocarnos sin vergüenza. Y aunque muchas veces tratamos de racionalizarlo todo, lo cierto es que una vida emocional sana no se construye solo con lógica, sino con permiso para sentir.
Reconectar con nuestro niño interior puede comenzar con actos simples pero profundamente simbólicos: colorear sin buscar perfección, bailar sin coreografía, mirar las nubes, contar una historia inventada o simplemente hacer una pausa para recordar qué nos hacía felices a los cinco años. Preguntarnos “¿qué necesitaba entonces que aún no he sanado?” puede abrir caminos de autocompasión. No se trata de volver a ser niños, sino de honrar lo que ese niño fue y lo que aún necesita expresar.
El psicoterapeuta suizo Carl Gustav Jung afirmaba que “el niño interior permanece en el alma del adulto como una fuente de renovación”. Para Jung, reconocer a ese niño no era una regresión, sino un acto de integridad psíquica. Negarlo o ignorarlo podía llevar al estancamiento emocional; en cambio, aceptarlo era abrir la puerta a la creatividad, la empatía y la alegría auténtica.
Curiosamente, uno de los atajos más poderosos para ese reencuentro viene de los más pequeños: tener un bebé cerca —sea hijo, sobrino, nieto o incluso el hijo de un amigo— nos conecta de forma casi involuntaria con lo esencial. Su mirada limpia, su capacidad de asombro y su risa genuina nos desarman. De pronto, sentimos que vale la pena cantar sin voz, hacer sonidos tontos o simplemente estar ahí, completamente presente.
Esa presencia es medicina. Nos vitalizamos. Nos recuerda que no todo en la vida es eficiencia o control. Los bebés, sin saberlo, nos permiten regresar a un ritmo más humano, más amoroso. Nos reenseñan el lenguaje del juego y el poder del vínculo afectivo.
Así que sí, ser adultos tiene sus méritos. Pero recordar cómo se sintió ser niño es un acto de salud emocional. Quizás no se trata de volver al pasado, sino de integrar a ese niño curioso y sensible a nuestra vida de hoy. Porque en realidad, nunca se fue del todo. Solo espera ser escuchado.
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