¡Oh, santa bandera…!

arturo moreno

La nación parecía desgarrarse irremediablemente. La violencia revolucionaria había tomado vida propia y se escuchaban los clarines llamando de nuevo a guerra. Una última esperanza para la paz se abrió en la ciudad de Aguascalientes en octubre de 1914.

En el teatro Morelos todos los caudillos se llenaron de patria. Para sellar el pacto que debía surgir de las sesiones, antes de iniciar los trabajos de la convención revolucionaria, cada uno de los principales jefes –Villa, Obregón, Ángeles y Villarreal, entre otros– pasaron al estrado y estamparon su firma sobre alguna de las franjas de la bandera nacional, como si con ello quisieran invocar a la patria para atestiguar la trascendencia del momento.

Con el ambiente impregnado del más puro patriotismo, el arribo de la delegación zapatista llevó la pasión al límite de la violencia. Al tomar la tribuna, el conocido intelectual Antonio Díaz Soto y Gama tocó una de las fibras más sensibles de los mexicanos, su respeto a la bandera nacional:

“Aquí venimos honradamente, pero creo que la palabra de honor vale más que la firma estampada en ese estandarte, ese estandarte que al fin de cuentas no es más que el triunfo de la reacción clerical encabezada por Iturbide… Señores, jamás firmaré sobre esta bandera. Estamos aquí haciendo una gran revolución que va expresamente contra la mentira histórica, y hay que exponer la mentira histórica que está en esta bandera”.

Enardecido, Soto y Gama tomó la enseña tricolor y se dispuso a romperla frente a todos. La respuesta fue unánime: los revolucionarios reunidos en el teatro Morelos desenfundaron sus armas y cortaron cartucho. La muerte parecía dispuesta a izar la enseña patria sobre el cadáver del zapatista.

Soto y Gama consideró erróneamente que su incendiario discurso ganaría el aplauso de los presentes, sin embargo, agraviados en lo más profundo de sus almas, todos los revolucionarios desenfundaron y cortaron cartucho. Con los nervios de punta continuó hablando, pero en un tono más moderado. Sus palabras que habían comenzado en el rojo, pasaron al verde y terminaron en el blanco.

«Si bien es una bandera de la reacción, el pabellón se santificó con la derrota de 1847 y con los triunfos de la República contra la intervención francesa». Y ya sin dudas sobre la legitimidad de la bandera -y con su vida a salvo-, Soto y Gama también se inclinó, como el resto de los mexicanos, ante sus tres colores.

En estricto sentido histórico, Soto y Gama tenía razón. La bandera era de factura iturbidista y como tal debía ser rechazada por los revolucionarios. Pero si la historia oficial liberal había condenado a su creador al infierno cívico –lo hizo con todos los derrotados: Alamán, Santa Anna, Miramón, Maximiliano–, los símbolos patrios en cambio –bandera, escudo e himno-, sin importar su origen y por encima de la lucha de facciones, arraigaron en lo más profundo de la conciencia cívica.