El abogado de las revoluciones

arturo moreno

El gobierno porfirista y luego el de Victoriano Huerta lo consideraban un filibustero. Entre el cuerpo diplomático acreditado en México se le conocía como “el abogado de las revoluciones fabricadas en Estados Unidos”.

Para los rebeldes era el hombre clave. El hombre de los dólares y las armas.

Nacido en Washington en 1866, Sherburne Gillette Hopkins parecía un personaje salido de una novela de intrigas y espionaje. Veterano de la guerra de 1898 contra España, comandante de la marina estadounidense y dueño de un próspero bufete jurídico, su imagen frente a sus compatriotas era intachable.

Tenía, sin embargo, una debilidad: el negocio de las revoluciones. Los miles de dólares y, quizá la aburrida estabilidad de su país, desataron esa extraña pasión. En 1891, sintió correr por sus venas la adrenalina del peligro: a bordo de una embarcación llevó pertrechos de guerra a un grupo de revolucionarios que intentaban derrocar al gobierno de Chile.

En los años siguientes Centroamérica fue su teatro de operaciones. “Con frecuencia abandonaba el bufete –escribió su gran amigo José Vasconcelos– para trasladarse a Guatemala o a Honduras, donde se había creado clientela. Y a fuerza de hacer y deshacer desde Washington rebeliones y conspiraciones centroamericanas, se había hecho perito en el oficio de manejar la propaganda periodística”.

La revolución mexicana significó el negocio de su vida. Para entonces había sofisticado sus procedimientos y operaba a través de su bufete. Hombre franco, abierto, dilapidador, generoso y buen bebedor de whisky, el capitán –como le decían- no tardó en ganarse la confianza de los jefes revolucionarios.

En su momento, Madero y Carranza contrataron sus servicios y Hopkins se ganó la suma nada despreciable de cien mil dólares. Su trabajo era simple: obtener financiamiento para la revolución; conseguir armas y pertrechos de guerra a los mejores precios; defender a los revolucionarios que violaran las leyes de neutralidad norteamericanas y cabildear en favor del movimiento rebelde en las altas esferas gubernamentales.

Para llevar a feliz término su trabajo y despistar a las autoridades mexicanas, Hopkins se escondía bajo el seudónimo de S. Gil Herrera. escribía mensajes cifrados y evadía la vigilancia ordenada por el gobierno mexicano, siempre con éxito.

Al comenzar los años veinte, decidió dejar los asuntos mexicanos y extender sus negocios: logró convertirse en agente confidencial de un movimiento rebelde, en un extraño y recóndito lugar: Georgia y Azerbaiyán, que buscaban su independencia de la Unión Soviética.

Falleció un 23 de junio de 1932. Tenía entonces 66 años.